20081105

Las muertes gratuitas

Hace años, los hijos de papi de Medellín y Pereira, mezclados a los de los primeros traquetos con ínfulas de omnipotentes, divertían las noches baleando a mendigos en los portales, al azar, por darse el lujo del desprecio. Gonzalo Arango había publicado antes, en Nadaísmo 70, la revista del movimiento, la mejor de sus crónicas: 'Planas. Crimen sin castigo'. Un niño indígena del Meta contaba que un general le puso electrodos en los testículos. Y contaba cómo los alcaldes, personeros, policías y colonos salían ciertas tardes a practicar el deporte de nobles de la caza. Es decir, a cazar indios en los montes. La saludable actividad se llamaba cuiviar. Que significa cazar cuivas como venados o como gurres.

Uno de los implicados dijo en la entrevista radial puntual -la entrevista forma parte del rigor del rito asesino- que no sabía que era malo. Todo el mundo lo hacía. Una vez invitaron a los indios a comer sancocho envenenado. A los que tardaban en morirse los remataban a palos o los enterraban vivos en el patio.

Esas cosas suscitan preguntas espinosas, puesto que nos incumben, acerca de la verdadera índole de los colombianos. Aunque tienen la democracia más sólida de Latinoamérica y son uno de los pueblos más felices de la Tierra en las encuestas de la felicidad.

Los estudiantes de medicina de una universidad de Barranquilla, ante la falta de cadáveres para los cursos de anatomía, los hacían en la carne roñosa de los pordioseros que iban a dormir en los jardines del alma máter. Los mataban a tiros, para no dañarlos. Y los echaban en las mesas heladas de los futuros sabios de la higiene. Una pandilla de abogados de Ibagué, en otra trama espeluznante de la picaresca nacional del derecho, adoptaba indigentes. Los engordaban, los acicalaban hasta dejarlos hechos unos soles, los aseguraban, y los tiraban por un puente. La práctica del derecho a veces se confunde con la triquiñuela para la malicia indígena. Y la medicina...

El último escándalo del soberbio espanto nacional, la iniquidad de los muchachos de todas partes baleados en los potreros de todas partes, reclutados entre los hambrientos de las ciudades para cambiar sus despojos por días libres en las brigadas, es apenas el último episodio de una crónica larga de infamias extremas. Los lugares carecen de importancia, las circunstancias, y los nombres de los verdugos y las víctimas. Son meras apariencias, casualidades. Lo que importa es el fracaso que esas cosas implican. La sangre fría como síntoma de una sociedad postrada.

La culpa es imposible. O es de todos. En la dialéctica del Mal, la víctima y el verdugo forman un solo animal que busca redimirse en la degradación. Representan el drama de un fracaso. El fracaso de los púlpitos de los obispos, de los políticos que conducen las masas a sus destinos, de los maestros encargados de la educación de todos, de las filosofías, del sistema de comunicación y hasta de los escritores de los periódicos y de los que publican libros. Como uno. Cómo cada palabra que digo multiplica el horror, cómo un comentario podrido, o ligero, atiza el fuego de mi infierno, cómo mis sueños secretos envilecen mi vigilia.

Es terrible una nación donde la gente ya no mata por amor, por odio, o por desdén, o por plata, como en todas partes. Donde se compra con un cadáver una licencia de soldado. Y una mano cortada se tasa en el reglamento.

Pero el defecto no es de las reglas. Ni del aparato de sapos y recompensas. Lo peor es la desvalorización atroz de la vida, la minimización abusiva del Otro, la confusión de todo, el vacío inconsciente, la descomposición en un caldo de sombras. En paranoia pura, en asco puro, en desesperanza pura. André Breton dijo con perfecta irresponsabilidad que el acto surrealista supremo es salir a la calle y disparar contra la multitud. Eso dejó de ser surrealista hace tiempos entre nosotros. Para ser pan de cada día. Y no tiene pizca de poético.

Eduardo Escobar
(militante, por no decir co-fundador del movimiento Nadaista)

tomado de eltiempo.com

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